Hola a todos, hoy os traigo la biografía de Mozart.
Considerado por muchos como el mayor genio musical de
todos los tiempos, Wolfgang Amadeus Mozart compuso una obra original y
poderosa que abarcó géneros tan distintos como la ópera bufa, la música
sacra y las sinfonías. El compositor austriaco se hizo célebre no
únicamente por sus extraordinarias dotes como músico, sino también por
su agitada biografía personal, marcada por la rebeldía, las
conspiraciones en su contra y su fallecimiento prematuro. Personaje
rebelde e impredecible, Mozart prefiguró la sensibilidad romántica. Fue,
junto con Händel, uno de los primeros compositores que intentaron vivir
al margen del mecenazgo de nobles y religiosos, hecho que ponía de
relieve el paso a una mentalidad más libre respecto a las normas de la
época. Su carácter anárquico y ajeno a las convenciones le granjeó la
enemistad de sus competidores y le creó dificultades con sus patrones.
Wolfgang
Amadeus Mozart nació el 27 de enero de 1756, fruto del matrimonio entre
Leopold Mozart y Anna Maria Pertl. La madre procedía de una familia
acomodada de funcionarios públicos; el padre era un modesto compositor y
violinista de la corte del príncipe arzobispo de Salzburgo, autor de un
útil manual de iniciación al arte del violín, publicado en 1756. Mozart
era el séptimo hijo de este matrimonio, pero de sus seis hermanos sólo
había sobrevivido una niña, Maria Anna. Wolferl y Nannerl, como se llamó
a los dos hermanos familiarmente, crecieron en un ambiente en el que la
música reinaba desde el alba hasta el ocaso, ya que el padre era un
excelente violinista que ocupaba en la corte del príncipe-arzobispo
Segismundo de Salzburgo el puesto de compositor y vicemaestro de
capilla.
Por aquel entonces, Salzburgo empezaba a recuperarse de
los desastres humanos y económicos de las guerras civiles del siglo
XVII, pero aun así la vida cultural y económica giraba casi
exclusivamente en torno a la figura feudal del arzobispo, al tiempo que
empezaban a circular ideas ilustradas entre una naciente burguesía
urbana, todavía ajena a los centros sociales de prestigio y poder. Una
atmósfera que cabe recordar para, en su momento, hacerse cargo de la
mentalidad de Mozart padre, así como de la rebeldía juvenil del hijo.
Leopold,
en efecto, educó a sus hijos desde una tempranísima edad como a músicos
capaces de contribuir al sustento de la familia y de convertirse lo
antes posible en servidores a sueldo del príncipe de Salzburgo. Una
aspiración lógica y común en su tiempo. Nannerl, cinco años mayor que
Wolfgang, ya daba clases de piano a los diez años de edad, y uno de sus
alumnos fue su propio hermano. El interés y las atenciones de Leopold se
concentraron al principio en la formación de la dotadísima Nannerl, sin
percatarse de la temprana atracción que el pequeño Wolferl sentía por
la música: a los tres años se ejercitaba con el teclado del clavecín,
asistía sin moverse y con los ojos como platos a las clases de su
hermana y se escondía debajo del instrumento para escuchar a su padre
componer nuevas piezas.
El más precoz de los genios
Pocos
meses después, Leopold se vio obligado a dar lecciones a los dos y
quedó estupefacto al contemplar a su hijo de cuatro años leer las notas
sin dificultad y tocar minués con más facilidad con que se tomaba la
sopa. Pronto fue evidente que la música era la segunda naturaleza del
precoz Wolfgang, capaz a tan tierna edad de memorizar cualquier pasaje
escuchado al azar, de repetir al teclado las melodías que le habían
gustado en la iglesia y de apreciar con tanto tino como inocencia las
armonías de una partitura.
Un año más tarde, Leopold
descubrió conmovido en el cuaderno de notas de su hija las primeras
composiciones de Wolfgang, escritas con caligrafía infantil y llenas de
borrones de tinta, pero correctamente desarrolladas. Con lágrimas en los
ojos, el padre abrazó a su pequeño "milagro" y determinó dedicarse en
cuerpo y alma a su educación. Bromista, sensible y vivaracho, Mozart
estaba animado por un espíritu burlón que sólo ante la música se
transformaba; al interpretar las notas de sus piezas preferidas, su
sonrosado rostro adoptaba una impresionante expresión de severidad, un
gesto de firmeza casi adulto capaz de tornarse en fiereza si se producía
el menor ruido en los alrededores. Ensimismado, parecía escuchar
entonces una maravillosa melodía interior que sus finos dedos intentaban
arrancar del teclado.
El orgullo paterno no pudo
contenerse y Leopold decidió presentar a sus dos geniecillos en el mundo
de los soberanos y los nobles, con objeto tanto de deleitarse con las
previsibles alabanzas como de encontrar generosos mecenas y protectores
dispuestos a asegurar la carrera de los futuros músicos. Renunciando a
toda ambición personal, se dedicó exclusivamente a la misión de conducir
a los hermanos prodigiosos hasta la plena madurez musical. Aunque el
niño era a todas luces un genio, cabe observar que su talento fue
educado, espoleado y pulido por la diligencia del padre, al que sólo
cabe achacar haber expuesto a un niño de salud quebradiza a los
constantes rigores de unos viajes ciertamente incómodos. La iconografía
de Mozart niño no nos ofrece un retrato fiel de su aspecto, pero los
testimonios coinciden en una palidez extrema, casi enfermiza.
Así,
los hermanos Mozart se convirtieron en concertistas infantiles en giras
cada vez más ambiciosas; contaban con el beneplácito del príncipe, sin
el cual no habrían podido abandonar la ciudad. De 1762 a 1766 realizaron
varios viajes por Alemania, Francia, Gran Bretaña y los Países Bajos.
En 1762, un año después de la primera composición escrita de Mozart, los
hermanos daban conciertos en los salones de Munich y Viena. En el mismo
año viajaron a Frankfurt, Lieja, Bruselas y París.
Esta es la hermana de Mozart.
En Versalles, aquel niño mimado por el aplauso de todos,
pero niño al fin y al cabo, saltó en un arrebato a las faldas de la
emperatriz para abrazarla, y le propuso a la futura reina María
Antonieta, entonces niña de su misma edad, casarse con él, además de
hacer un público desplante a madame de Pompadour por negarse a besarlo.
De allí marcharon a Londres, donde tocaron en el palacio de Buckingham y
conocieron a Johann Christian Bach, el hijo predilecto de Johann
Sebastian, cuyas composiciones sedujeron al niño. En sólo seis semanas
Wolfgang fue capaz de asimilar su estilo y componer versiones personales
de su música.
Sin embargo, no todos los viajes
estaban alfombrados de éxito y beneficios. Los conciertos, en ocasiones
similares a números de circo, no daban todo lo esperado. El monedero del
padre Mozart se encontraba vacío con demasiada frecuencia. Como la
memoria de los grandes es escasa y caprichosa, algunas puertas se
cerraron para ellos; además, la delicada salud del pequeño les jugó
diversas veces una mala pasada. El mal estado de los caminos, el precio
de las posadas y los viajes interminables provocaban mal humor y
añoranza, lágrimas y frustraciones.
La primera gira
concluyó en 1766. De 1767 a 1769 dieron conciertos por Austria, y desde
esta fecha hasta 1771 por Italia, donde recibió la protección de
Martini, que gestionó su ingreso en la Accademia Filarmonica. Leopold
reconoció que pedía demasiado a su hijo y en varias ocasiones volvieron a
Salzburgo para poner fin a la vida nómada. Pero la ciudad poco podía
ofrecer a Wolfgang, aunque recibiría a los trece años el título
honorífico de Konzertmeister de la corte salzburguesa; Leopold
quiso que Wolferl continuase perfeccionando su educación musical allí
donde fuese preciso, y continuó su peregrinar de país en país y de corte
en corte. Wolfgang conoció durante sus giras a muchos célebres músicos y
maestros que le enseñaron diferentes aspectos de su arte y las nuevas
técnicas extranjeras.
El muchacho se familiarizó con el violín y el órgano,
con el contrapunto y la fuga, la sinfonía y la ópera. La permeabilidad
de su carácter le facilitaba la asimilación de todos los estilos
musicales. También comenzó a componer en serio, primero minués y
sonatas, luego sinfonías y más tarde óperas, encargos medianamente bien
pagados pero poco interesantes para sus aspiraciones, aceptados debido a
la necesidad de ganar el dinero suficiente para sobrevivir y seguir
viajando. A menudo se vio también obligado a dar clases de clavecín a
estúpidos niños de su edad que le irritaban enormemente.
Entretanto,
el padre se sentía cada vez más impaciente. ¿Por qué no había
conseguido todavía la gloria máxima su hijo, que ya sabía más de música
que cualquier maestro y cuya genialidad era tan visible y evidente? Ni
sus conciertos para piano ni sus sonatas para clave y violín, y tampoco
los estrenos de sus óperas cómicas La tonta fingida y Bastián y Bastiana
habían logrado situarle entre los más grandes compositores. Sólo en
1770 Leopold considerará que al fin su hijo goza de un éxito merecido:
el Papa Clemente XIV le otorga la Orden de la Espuela de Oro con el
título de caballero, la Academia de Bolonia le distingue con el título
de compositore y los milaneses acompañan su primera ópera seria, Mitrídates, rey del Ponto, con frenéticos aplausos y con gritos de "¡Viva il maestrino!"
Mozart (al clavicordio) con el violinista
Linley en Florencia, 1770
El
16 de diciembre de 1771 los Mozart regresaban a Salzburgo, aureolados
por el triunfo conseguido en Italia pero siempre a merced de las
circunstancias. Aquel afamado adolescente de quince años ya tenía en su
haber la escritura de más de cien composiciones (conciertos, sinfonías,
misas, motetes y óperas) y lucía con orgullo la Espuela de Oro del papa.
Ese mismo año, sin embargo, había fallecido el arzobispo de Salzburgo, y
las ideas y el carácter del nuevo mitrado, el conde Gerónimo Colloredo,
alteraron el rumbo de la vida de Mozart.
En Salzburgo
Contra
lo que pueda parecer, la atmósfera en la Austria católica era menos
rígida y puritana que en la Alemania protestante, sobre todo en Viena, y
el nuevo arzobispo no era un señor feudal a la antigua usanza, sino
todo un reformista ilustrado, que convirtió a los siervos y criados de
su corte en funcionarios públicos. En esta operación, sin embargo,
Colloredo actuó con la rigidez de un déspota, y para el joven Mozart,
equiparado administrativamente a los jardineros de palacio, la
modernización de la corte le resultó más humillante y gravosa que el
trato benevolente y paternal, aunque arbitrario, de su antiguo señor. La
corte salzburguesa estaba, además, impregnada de clericalismo e
intrigas en la tradición vaticana, y el vitalismo y cosmopolitismo de
Mozart ansiaba la vida de Viena, por la intensidad de su apertura y
curiosidad musical y la animación artística de sus teatros.
El arzobispo Colloredo (óleo de F. X. Koenig, 1772)
Sólo
su naturaleza alegre y despreocupada salvó al joven de la apatía o la
rebelión y le permitió crear en esta época más y mejor que nunca. Era el
fin del niño prodigio y el comienzo de la madurez musical. En sus
conciertos rompía con las concepciones tradicionales alcanzando un
verdadero diálogo entre la orquesta y los solistas. Sus sinfonías, de
brillantes efectos instrumentales y dramáticos, eran excesivamente
innovadoras para los perezosos oídos de sus contemporáneos. Mozart
resultaba para todos a la vez nuevo y extraño. Pero tampoco su siguiente
ópera, La jardinera fingida, en la que fundía por primera vez
audazmente drama y bufonada, constituyó un éxito, aunque había tratado
de seguir al pie de la letra las reglas de la moda y los
convencionalismos. El joven se sentía frustrado, deseaba componer con
libertad y huir del marco estrecho y provinciano de su ciudad natal.
Nuevas y breves visitas a Italia y Viena aumentaron sus ansias de
amplios horizontes.
Durante este período su
producción de encargo fue básicamente sacra, aunque Mozart compuso
además varias óperas cortesanas, cuartetos de cuerda, sonatas y
divertimentos. Tras una estancia en Munich, en enero de 1775, para
representar ante el elector Maximiliano III La jardinera fingida,
Mozart consiguió finalmente autorización de Colloredo para una nueva
gira. Acompañado esta vez de su madre, partió de Salzburgo, feliz de
abandonar su «salvaje ciudad natal» y con la esperanza de revivir sus
éxitos infantiles en París. Pero primero se detuvo largos meses de l 777
en Munich, Augsburgo y Mannheim, entre otras ciudades. En la última
trabó amistad con Ramm, Wendling y Cannabich y escribió el Concierto para piano que fue la número 271 de sus composiciones.
El
23 de marzo de 1778 llegó a París, donde conoció la primera de sus más
amargas experiencias: la ciudad le ignoraba; había crecido; ya no era,
por su edad, un fenómeno de la naturaleza que pudiera ser exhibido en
los salones, unos salones contra los que Mozart escribió durísimas
palabras por la frivolidad e insensibilidad musical ante su obra. Sus
condiciones de subsistencia se hicieron extraordinariamente precarias,
lo que sin duda contribuyó a minar la ya precaria salud de su madre.
Anna Maria falleció el 3 de julio, y esta muerte contribuyó a
incrementar los malentendidos y tensas relaciones entre padre e hijo.
La madre de Mozart, Anna Maria Pertl
Derrotado,
antes de regresar a Salzburgo, Mozart recaló en el hospitalario refugio
de la familia Weber en Mannheim. Durante su viaje de ida se había
enamorado de Aloysia Weber que, a su corta edad, presagiaba una
prometedora carrera de cantante. Si esperaba entonces encontrar consuelo
en ella, ésta sería su tercera experiencia de dolor. En su ausencia,
Aloysia había triunfado y le hizo saber claramente que no uniría su vida
a un músico sin un futuro asegurado como él.
Los dos
años siguientes los pasó en Salzburgo, languideciendo en su «esclavitud
episcopal», hasta que le llegó un encargo de Munich: la composición de
una ópera, Idomeneo, en la que Mozart, aun dentro del esquema
cortesano de Gluck, superaría sus anteriores composiciones para la
escena. En 1781 Mozart y la familia Weber coincidieron en Viena. Él,
como miembro de la corte de Colloredo, trasladada a la capital; la
familia Weber, para seguir los acontecimientos musicales de la
temporada. Surgió entonces el amor por la hermana de Aloysia, Constance.
Entretanto,
las relaciones con el arzobispo se encresparon. Mozart, para
desesperación de Leopold, no era ningún modelo de diplomacia y, pese a
su carácter risueño y bondadoso, reaccionaba con acritud instantánea
cuando se sentía atacado o humillado. A primeros de mayo, Mozart recibió
la orden, a través de un lacayo de Colloredo, de abandonar
inmediatamente Viena, al parecer, para llevar un paquete a Salzburgo, en
donde se le indicó que debía permanecer. Mozart presentó su carta de
dimisión al arzobispo, quien la aceptó de inmediato. Libre de patrones,
Mozart residiría en Viena el resto de su vida.
En Viena
Mozart prefiguraba así el artista moderno del romanticismo, muy en consonancia con el espíritu rebelde del Sturm und Drang
y la sensibilidad wertheriana que conmocionaba a la juventud alemana de
la época; un artista que quería liberarse de la servidumbre feudal, que
se resistía a insertarse en las filas del funcionariado cultural, y
pretendía sobrevivir a sus solas expensas. Mozart habría de pagar muy
cara su ejemplar osadía; pero, por el momento, se sintió feliz y libre.
Comenzó a dar lecciones de piano y a componer sin descanso. Muy pronto
la suerte se puso de su lado: recibió el encargo de escribir una ópera
para conmemorar la visita del gran duque de Rusia a Viena. Como por
aquel entonces estaban de moda los temas turcos, exponentes del exotismo
oriental con ciertos toques levemente eróticos, Mozart abordó la
composición de El rapto del serrallo, que, estrenada un año más
tarde, se convirtió en su primer éxito verdadero, no solamente en
Austria sino también en Alemania y otras ciudades europeas como Praga.
El 4 de agosto de 1782, poco después de este gran triunfo, Mozart se casó con Constance Weber, a quien dedicó la serenata Nachmusik
(K. 388). Mucho han discutido los biógrafos los motivos de esta boda.
¿Auténtico amor? ¿Debilidad ante las maniobras casamenteras de la madre
de Constance? ¿Necesidad de afirmarse en su nueva independencia frente a
las presiones de Leopold? Posiblemente hubiera de todo un poco. La
genialidad musical de Mozart no tenía por qué coincidir con la madurez
del carácter.
En general se tiende a creer que la
señora Weber, que había soñado alguna vez con convertir al prometedor
joven en su yerno, intentó despertar el interés de Mozart por su hija
menor, Constance, de catorce años. No sería difícil: Wolfgang no pudo ni
quiso resistirse a la dulce presión y se prometió a la muchacha, que
era bonita, infantil, alegre y cariñosa, aunque quizás no iba a ser la
esposa ideal para el caótico compositor. Constance tenía aún menos
sentido práctico que él, todo le resultaba un juego y no podía ni
remotamente compartir el profundo universo espiritual de su marido,
enmascarado tras las bromas y las risas. Pero aunque era una joven de
poca finura espiritual, su vitalismo tenía que agradar e incluso
fascinar al rebelde Mozart. Y Mozart se consideró el hombre más
afortunado del mundo el día de su boda, y continuó creyendo que lo era
durante los nueve años siguientes, hasta su muerte. Parece injusto
afirmar que Constance fuera la sola causa de su ruina y quebrantos. No
es seguro que le fuera fiel (algunas de las cartas del marido a la
esposa son extremadamente patéticas, en sus ruegos de que sepa «guardar
las apariencias») , pero tampoco lo es que Mozart se lo fuera a ella en
todo momento.
Constance Weber (óleo de Joseph Lange, 1782)
Lo
indudable es que, al igual que su joven esposo, Constance no era la
administradora que la delicada situación de un artista independiente
hubiera requerido, y parece ser que derrochaba con la misma alegría que
Wolfgang Amadeus: el hogar vienés de los Mozart recibía diariamente la
visita de peluquero y otros servidores; en los momentos de mayor
penuria, Mozart se las ingeniaba para aparecer en público impecablemente
vestido y mostrarse liberal y obsequioso. Sólo tras su muerte, sus
amigos, muchos de ellos en envidiable situación económica, se enterarían
con sorpresa de la magnitud de su endeudamiento.
El
matrimonio se instaló en Viena en un lujoso piso céntrico que se llenó
pronto de alegría desbordante, fiestas hasta el amanecer, bailes, música
y niños. Era un ambiente enloquecido, anárquico y despreocupado, muy al
gusto de Mozart, que en medio de aquel caos pudo desarrollar su enorme
impulso creador. Una sombra en estos años fue la poca salud de su mujer,
debilitada con cada embarazo; en los nueve años de su matrimonio dio a
luz siete hijos, de los que sólo sobrevivieron dos: Karl Thomas y Franz
Xaver (nacido cuatro meses antes de la muerte de Mozart y futuro
pianista). Constance se vio obligada a seguir curas de reposo,
gravosísimas para la endeble economía familiar.
Todo
en Mozart era, por tanto, derroche: de facultades, de vitalismo, de
proyectos, de obras y de sentimientos. No se acercó a la francmasonería
en 1784 en busca de una ayuda económica que nunca, por orgullo, solicitó
de sus amigos, sino por saciar un ansia de universal fraternidad y
espiritualidad que Mozart, como muchos católicos austriacos, sacerdotes
incluidos, encontró en los símbolos y los ritos masones antes que en la
pompa clerical de la Iglesia. Una simbología que más adelante sabría
plasmar musicalmente en la composición de La flauta mágica.
Los
nueve años que separan su matrimonio de su muerte pueden dividirse en
dos períodos. Hasta 1787, y sobre todo a partir de los éxitos vieneses
de 1784, Mozart disfruta de unos años que pueden ser calificados de
«felices». Durante este primer período, su producción fue ingente en
todos los géneros: conciertos para piano, tríos, cuartetos, quintetos...
De 1783 es la Misa en do menor, a la vez solemne y exultante; de 1784 datan sus más célebres Conciertos para piano; en 1785 dedicará a Haydn los Seis cuartetos:
todas ellas son obras magistrales, pero el público sigue mostrándose
consternado ante una música que no acaba de entender y que por lo tanto
le ofende.
De 1786 data la ópera Las bodas de Fígaro,
con libreto de Lorenzo da Ponte a partir de la obra de Beaumarchais. La
elección del tema era arriesgada, pues la obra original estaba
prohibida; pero en esta misma elección se puso de manifiesto el arrojo
liberal del compositor al participar de la crítica suave, pero en el
fondo corrosiva, que de los privilegios nobles había llevado a cabo
Beaumarchais. Mozart espera con impaciencia el día del estreno de su
nueva ópera: los mejores artistas habían sido contratados y todo parecía
anunciar un triunfo absoluto, pero después de algunas representaciones
los vieneses no volvieron al teatro y la crítica descalificó la obra
tachándola de excesivamente audaz y difícil.
El ocaso
Viena
empezó a cerrarle inexplicablemente sus puertas y e inició así un
período gris y doloroso que duraría hasta su muerte. Los biógrafos
hablan de su excesivo tren de vida, de las costosas enfermedades de
Constance y de las maquinaciones de los músicos vieneses, envidiosos no
de su fortuna pero sí de su genio. En la casa de los Mozart se instaló
de pronto la mala suerte. El dinero faltaba, los encargos escasearon y
el desprecio de los vieneses se redobló. Mozart se enfrentó a la amenaza
de la miseria sin saber cómo detenerla.
El
matrimonio cambió de casa diversas veces buscando siempre un alojamiento
más barato. Sus amigos les prestaron al principio con gesto generoso
sumas suficientes para pagar al carnicero y al médico, pero al darse
cuenta de que el desafortunado músico no iba a poder devolverles lo
prestado, desaparecieron uno tras otro. Si la pareja seguía bailando en
salas de dimensiones cada vez más reducidas durante los largos e
inclementes inviernos de Viena no era por su alegría festiva sino para
que la sangre circulase por sus heladas piernas. La salud de Constance
empeoraba y Mozart tuvo que enviarla, pese a sus deudas, a un sanatorio.
Era la primera vez que los esposos se separaban y el compositor sufrió
enormemente; nunca dejó de escribirle cada día apasionadas cartas, como
si su amor continuara tan vivo como el día de la boda.
Wolfgang Amadeus Mozart
Para
sobrevivir, el genio se vio obligado al recurso de las clases
particulares, que no siempre encontró. La ausencia de Constance, la
humillación de sentirse injustamente relegado, las penurias económicas,
la experiencia del dolor, en suma, no agriaron su carácter; es más, se
acrecentó y afinó su inspiración musical en una fecunda serie de obras
maestras en el ámbito de la sinfonía, del concierto, de la música de
cámara y de la ópera. Las composiciones de esta época nos hablan de un
Mozart tierno, ligero y casi risueño, aunque con algunos toques de
melancolía. La Pequeña música nocturna y su célebre Sinfonía Júpiter son buena muestra de ello.
Mientras Constance está internada, Mozart recibirá desde Praga el encargo de una ópera. El resultado será Don Giovanni,
estrenada apoteósicamente el 29 de octubre de 1787. Praga, enamorada
del maestro, le suplicó que permaneciese allí, pero Wolfgang rechazó la
atractiva oferta, que seguramente hubiera mejorado su posición, para
estar más cerca de su esposa. Al fin y al cabo, Viena le atraía como el
fuego a la mariposa que ha de quemarse en él.
En 1790 se estrenó en la capital austriaca su ópera Così fan tutte y al año siguiente La flauta mágica.
Inesperadamente, ambas fueron recibidas con entusiasmo por el público y
la crítica. Parecía que los vieneses apreciaban al fin su genio sin
reservas y deseaban mostrarle su gratitud teñida de arrepentimiento,
aunque fuese tarde. Pero su salud se quebró: sabemos que el día del
estreno de La flauta mágica, el 30 de septiembre de 1791, en
Viena, ya no pudo asistir al gran triunfo popular de la más optimista y
querida de sus composiciones. El maestro comenzó a padecer fuertes
dolores de cabeza, fiebres y extraños temblores.
Un Réquiem para su propia muerte
Mucho
se ha escrito sobre la muerte de Mozart. La idea romántica de que fue
envenenado tenía incluso un protagonista: Antonio Salieri, músico de
éxito de la época al que la leyenda dibuja como un artista mediocre que
supo, como ninguno en su época, comprender el original genio de Mozart
y, muerto de envidia, no pudo soportar la idea de que un hombre aniñado
tuviera semejante don. El paroxismo llegó al extremo de creer que Mozart
fue enterrado en una fosa común para borrar las huellas del homicidio.
Hasta tal punto se extendió esta historia que se convirtió en el
argumento de la ópera Mozart y Salieri de Rimski-Kórsakov, de una obra de teatro del célebre escritor ruso Alexandr Pushkin y el drama Amadeus
de Peter Shaffer (texto en el que se basa la exitosa película homónima
de Milos Forman, estrenada en 1984 y protagonizada por Tom Hulce). No
existe ningún referente histórico que pueda corroborar dicha versión.
Fotograma de
Amadeus (1984), de Milos Forman
La
realidad es que en julio de 1791, cuando Mozart ya sufría los síntomas
de la enfermedad que le resultaría mortal, posiblemente uremia, recibió
la visita de un personaje «delgado y alto que se envolvía en una capa
gris», que le encargó la realización de un réquiem. La leyenda romántica
pretende que Mozart vio en el anónimo personaje la encarnación de su
propia muerte. Desde 1954 se conoce, por un retrato, el aspecto físico
del visitante, que no era otro que Anton Leitgeb, cuya catadura era
ciertamente siniestra; le enviaba el conde Franz von Walsegg, y la misa
de réquiem era por la recientemente fallecida esposa del conde.
El
hecho de que altos personajes encargaran secretamente composiciones a
músicos famosos y las presentaran en público como obras propias no era
algo infrecuente por aquel entonces, y no podía sorprender a Mozart,
quien, en cualquier caso, aceptó el dinero del encargo. Pero la ominosa
coincidencia del siniestro aspecto del mensajero, la condición fúnebre
del encargo y la conciencia de la propia debilidad de sus fuerzas tuvo
que impresionar profundamente la sensibilidad del músico, quien no
ocultó a sus amigos su creencia de estar componiendo su propio réquiem.
En
cualquier caso, está fuera de lugar la calumniosa hipótesis de una
alevosa trama o de un envenenamiento urdido por Salieri o algún otro
músico rival. Mozart nunca fue diplomático con sus colegas de inferior
talla artística, pero precisamente Salieri no escatimó sus alabanzas a
Mozart, y fue uno de los entristecidos asistentes a su funeral. Hoy en
día sólo un dudoso interés novelesco puede ignorar las razones y la
identidad, perfectamente establecida, que se ocultaba tras el encargo
del réquiem. Si bien se mira, las coincidencias reales del azar son más
inquietantes que la maliciosa fantasía de los fabuladores.
Mozart componiendo el
Réquiem
Mozart acertó en su intuición de que moriría antes de terminar su Réquiem.
Como en las otras obras de este último período, su estilo es más
contrapuntístico y su escritura melódica más depurada y sencilla, pero
ahora con protagonismo de unos muy sombríos clarinetes tenores y
fagotes. A la muerte de Mozart, Joseph Eyble recibió la partitura para
su terminación, que no llevó a cabo, recayendo esta tarea en Süssmayer.
Éste pretendió haber orquestado completamente los movimientos del Réquiem, desde el «Dies irae» hasta el «Hostias», pretensión sobre la que no existen pruebas fehacientes.
La mañana del 4 de diciembre de 1791, Mozart todavía trabajó en el Réquiem,
preparando el ensayo que sus amigos músicos habrían de realizar por la
tarde en su alcoba. Hacía ya una semana que los médicos le habían
desahuciado. Aquella tarde, durante el ensayo del «Lacrimosa», Mozart
lloró y le dijo a su cuñada Sophie, llegada para ayudar a Constance:
«Ah, querida Sophie, qué contento estoy de que hayas venido. Tienes que
quedarte esta noche y presenciar mi muerte». A la noche, con gran
serenidad, dio sus últimas instrucciones para después de su
fallecimiento y entró en coma. Murió a las pocas horas, en la madrugada
del 5 de diciembre.
Su amigo el conde Deym le hizo
una mascarilla fúnebre, lamentablemente perdida, pues habría podido
clarificar el enigma de su aspecto físico, tan contradictorio en sus
varios retratos. A continuación tuvo lugar un funeral en una nave
lateral de la catedral de Salzburgo, al que asistieron, pese a la
fortísima tormenta de nieve y granizo desencadenada, un nutrido número
de músicos, francmasones y miembros de la nobleza local. El dato es
significativo, porque desmiente la leyenda sobre la indiferencia que
rodeó su muerte y entierro. Es cierto, sin embargo, que nadie acompañó
el cadáver al cementerio de San Marx, donde fue enterrado sin ataúd.
Pero éstas eran las normas dictadas por José II en su curioso afán de
«modernizar» la salubridad pública, normas que, incluso después de ser
abolidas, fueron respetadas por numerosos librepensadores y
francmasones.
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